martes, 26 de enero de 2016

PARA LA IGNORANCIA ESPAÑOLA

Joaquín Urías

Es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla. Letrado del Tribunal Constitucional durante seis años, ha trabajado para la Comisión Europea como responsable de la reforma de la justicia en Albania, ha sido activista y portavoz del Foro Social de Sevilla y de la campaña contra la guerra de Irak y ha participado en distintos proyectos en Costa de Marfil, México, Indonesia, Azerbayán o –recientemente– Haití. Es autor de diversos libros de derecho y está especializado en todo lo relacionado con la libertad de expresión.

El Rey la está cagando

25 ENE 2016
En este vodevil en que se está convirtiendo el proceso para nombrar a un nuevo Presidente del Gobierno hay algo que está pasando desapercibido: el papel del rey Felipe VI. Quizás sea mejor decir papelón. Desde el punto de vista constitucional el monarca está asumiendo una posición y unas competencias que no le corresponden. Que no le pueden corresponder en nuestro sistema político.
Este desafío constitucional lo está acompañando además de una torpeza política que puede pasarle factura.
En primer lugar, constitucionalmente el Rey no tiene ningún poder. No lo puede tener. Porque puesto que el Rey no tiene legitimidad electoral tampoco puede tomar la más mínima decisión política. La lógica está clara: no decide porque si se equivoca, los ciudadanos no tienen modo de castigarlo. Si cualquier cargo político o institucional mete la pata siempre cabe la sanción electoral: hacerle perder las elecciones y elegir en su lugar a otro que lo haga mejor. Si lo hace el Rey, no.
En España el Rey tiene prohibido tomar cualquier decisión. Es lo que dispone expresamente la Constitución en el artículo 56.3, que establece que los actos del Rey no están sujetos a ninguna responsabilidad jurídica ni política. Ese precepto ordena que el Rey tenga competencias exclusivamente simbólicas. Ningún acto del Rey tiene validez si no es mediante la autorización de un cargo político democrático. Esa autorización constitucionalmente impuesta se llama refrendo. Los actos que firma el Rey deben llevar también la firma del cargo político que ha autorizado ese acto y asume la responsabilidad. Si el acto resulta ser ilegal o políticamente inadecuado, o incluso torpe, el único responsable será el político que lo refrendó.
Por eso, nuestra Constitución no permite que el Rey decida nada por sí mismo. Nada. Y si él se salta eso viene a poner en peligro el sistema democrático y a la propia monarquía. Es democráticamente aceptable que tengamos un Rey no elegido sólo porque su figura es meramente simbólica y protocolaria. Si empieza a tomar decisiones, entonces tendremos que votar si sigue o no en su puesto.
Por eso la imagen de este Rey joven y ambicioso haciendo como que sopesa cuidadosamente a quién va a presentar como candidato a Presidente del Gobierno es simplemente anticonstitucional. La ronda de conversaciones del Rey con los líderes de los partidos es meramente ceremonial y conforme a la Constitución debería hacerla junto al Presidente de las Cortes pues es él, esta vez sí, el único que puede decidir a quién se le va a ofrecer que comparezca como candidato a la investidura.
Efectivamente, el artículo 64 de la Constitución es claro. La propuesta de candidato para la investidura debe traer el refrendo del Presidente de las Cortes. Él es el responsable político de esa decisión y, por tanto, el único que puede tomarla. Por si hubiera alguna duda el artículo 99 repite que la propuesta real se hace a través del Presidente del Gobierno.
Resulta indudable que el papel del Rey debía limitarse a una ronda de consultas con los partidos y, más tarde, a firmar la propuesta que decida el Presidente del Congreso.
Sin embargo, parece que el monarca está mal aconsejado, por decirlo de alguna manera. Está confundiendo su papel ceremonial, de jarrón decorativo, con otra cosa y se ha lanzado a jugar a los estadistas. Sin duda la tentación de aparecer como el salvador del país es grande. Su padre no le dejó una institución precisamente prestigiosa y en su bisoñez el nuevo Rey está dispuesto a hacer lo que sea para ganarse el respeto de los españoles. Hasta a saltarse la Constitución y actuar como un Rey del antiguo régimen
En estas, como se dice popularmente, la está cagando. Porque no sólo ha dado ya ese “pequeño golpe de Estado” sino que encima se equivoca políticamente.
Para un profesor de Derecho Constitucional empieza a ser muy triste asistir al sainete real de estos días. Un monarca que no tiene poderes para ello le propone que forme gobierno a un candidato, el candidato lo rechaza educadamente y el monarca entonces se lanza a una nueva ronda de consultas. Pero ¿qué va a preguntar esta vez? ¿qué se le olvidó preguntar en la primera tanda?
El Rey no podía proponerle a Mariano Rajoy nada. Él no es nadie, constitucionalmente, para ir chalaneando con el puesto de Presidente del Gobierno de España después de unas elecciones democráticas.
Tenemos un Rey inexperto. Parece que, además, es ambicioso. Y parece que, además, es torpe. La segunda ronda de consultas formales es un disparate.
Una vez que el Rey recibió a los representantes de los partidos políticos la Constitución lo obligaba a reunirse con el Presidente de las Cortes y guardar silencio.
Tenemos un sistema parlamentario democrático. Los ciudadanos han votado un nuevo Parlamento y ese Parlamento democrático se ha dotado de un presidente. Ahí es donde, con toda la legitimación de los votos, se deben negociar las mayorías necesarias para formar Gobierno.
El Rey tiene que firmar lo que los representantes democráticos le pongan por delante y estarse calladito. Ni ofrecer nada, ni hacer rondas interminables de consultas ni presentarse a sí mismo como el responsable de administrar los votos de los españoles.
Sobre todo porque a él no podemos votarlo… y sobre todo no podemos echarlo. O mejor aún, si lo echamos va a ser para siempre.
Así que ojalá deje de cagarla, asuma cuál es su papel simbólico en un Estado democrático y no nos obligue a señalarlo por la calle gritando que está desnudo. Desnudo de legitimidad para decidir quién será Presidente del Gobierno.